"la muerte no escribe a nadie
porque se asusta cuando te escribo"
alberto muñoz
Ciudad tatuada
En Caballos de arena, un cuento antiguo cruza la urbe moderna: una mujer con rango de tatuaje se desdibuja y se dibuja en la pizarra de la noche. Su monólogo es la crónica de una orfandad. Una selva de presagios la rodea, y en barajas, runas, y signos cabalísticos, encuentra huellas del acaso.
La soledad es aquí sinónimo de cacería. Desde la ventanilla de un vagón de subte tomado al azar, deletrea grafittis pintarrajeados en la sombra. Busca vestigios de ella misma, señales de una infancia, estelas de un amor. Dice: “corren tras de mí las mujeres que fui/ la niña de los animales de papel,/ la tatuada con las ramas del sol/ la que espía dentro de la música/ la que no abre los ojos porque sabe que no hay ya que mirar/ todo es huir”.
Marisa Negri instala el qué de la errancia en el dónde de la ciudad y el cuando de la noche. Desde unos hierros retorcidos , desde esos paisajes urbanos (así titula uno de sus poemas), lanza sus postales: “apenas unas palabras cosidas a la sombra/ viajes, vinos baratos, pibes tristes/ cruzan tribus de cemento/ por esta música rota”.
La de andar errático entona un largo blues para abrigarse (“hace frío en vos”) ya la música salpica el paso de estos Caballos de arena con textos que semejan letras de rock -como “Maldito sol”-; en el walkman suenan intérpretes varios: El Indio Solari, Caetano Veloso, Alberto Muñoz
La autora empalma imágenes de gran factura sensorial, se percibe una textura, una humedad, un aroma entre susurros y colores. Original es esta voz que cobra espesor entre un expresionismo al uso de Elise Lasker-Schülerel y la textura onírica de Olga Orozco. Escribe Negri: “Respiro viento/ las fieras del circo crujen a mis espaldas/ atravieso pantanos con los puños cerrados/ sangre y flores de sangre/ poemas amarrados con hilo de coser/ agua oscura/ donde flotan mis máscaras”.
Uno de los personajes de este libro, ligado al temor a lo que está al acecho, es la noche. La noche espectral de García Lorca que “abre sus fauces” en un clima de pesadilla. Un sentimiento de desamparo completa la escena: “estamos solos/ arrastrando cadáveres de tiempo”, soledad cazadora, que coloca trampas aquí y allá, que le va pisando los talones a la dicha.
Una suma de embrujo, seducción, encanto, conjuro y sortilegio, acontece en tatuajes grabados en animales de arena y que, con cada ola, se vuelven otros. Todo sucede en la cuerda del sueño; allí las visiones y sus encajes, voces enhebradas que dicen: “la culpa es un ciego animal de costumbre/ una bestia de carga” (...) “los días arrancarán mi nombre/ con la mano de la tristeza/ que es la mano de un dios desconocido” (...) “mi vida no se junta con tu muerte”. Imágenes rotundas que, en pasajes, revelan una unidad contingente, una lucha de contrarios: “saber que somos aliado y enemigo” (...) “tumba y útero navego”.
Desde la pulsión amorosa, una cifra oscura resulta del despojo: “la herida llama a su verdugo”, y otra muy distinta de aquello que es entrega, eros , arrebato: “un instante antes/ de convertirme en tu tatuaje/ molde de tu sed (...) salpico de huracanes los límites del cuerpo” (...) “.... y lo arrullo despacio/ en la selva perdida de tu voz”.
Existe un talismán escondido en un sueño con doble fondo, tras una canción tarareada al descuido, en un arcón de “llaves herrumbradas/ plumas perdidas, muelles rotos”. En un presente de nostalgia, una mujer se desdobla para desorientar al cazador. Sabe que en donde se detengan los pasos, hay que encender un fuego.